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Las calles empedradas de Colonia tenían el aspecto de un pueblo costero. Los colores blancos, rosados, verdes, azules, y rojos completaban un paisaje que a Silvina le traían cierta melancolía. Recuerdos que no llegaban a ser demasiado claros.
Silvina caminaba sin ir a ningún lugar. Atardecía y las luces amarillentas de los bares comenzaban a encenderse. Todo tomaba un aspecto irreal. En su mente se mezclaban trozos de imágenes. Las vecinas ancianas llorando alrededor del féretro de su madre. El olor de las flores que por momentos la asfixiaba con el intenso calor que despedían las numerosas velas encendidas. El ruido de los tambores que tanto le habían gustado en vida a Irene…las guirnaldas chillonas que rodeaban su cuello tan duro y blanco como el mármol.
Silvina caminaba y caminaba. De pronto, el rostro de Mauro Arana surgió de la noche espesa de sus pensamientos… los ojos que la habían mirado desde la luneta del automóvil conducido por Lucas Newman. Pero, sobre todo, los ojos la perseguían, llegaban a provocarle un dolor de cabeza insoportable.
La muchacha agotada por la presencia insistente de Mauro Arana entró en un café. Se ubicó con ímpetu en una mesa próxima a un televisor viejo.
-No hay rastros del jugador Mauro Arana. La policía sólo encontró un mechón de pelo cerca del estadio donde estuvo por última vez…-la voz del locutor del noticiero televisivo continuaba. Sin embargo, Silvina ya no escuchaba.
-¡Señorita! ¡señorita!- el camarero hacía más de cinco minutos que intentaba comunicarse con la muchacha-
-¡Ah!...sí…disculpe- Silvina parecía volver de un sueño-
-¿Desea que le sirva algo?
-Un café…solo un café.
Los ojos, los ojos de Mauro Arana…el cabello negro…su voz…el error de haber enfrentado su mirada.
Silvina salió a la calle, y no pudo más que llorar apoyada en una antigua esquina colonial.
Mauro y su madre se transformaban uno en otro de manera continua en su mente.
Fue el momento que decidió volver a Buenos Aires. Ella misma buscaría a Mauro.
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