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La Gruta de Olimpia

Novela on line de una escritora argentina

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Thursday, May 04, 2006

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-3-

Sonó el teléfono.

Silvina se levantó con lentitud de su butaca frente al televisor. Consultó su reloj. Era la una y media de la madrugada. Pensó que a esa altura de la noche no serían buenas noticias.
-Soy Esteban- la muchacha sintió un profundo alivio. Hacía tres meses que su madre estaba en estado vegetativo en un hospital de Montevideo.
-Me pone feliz que seas vos...Sabés que estoy esperando el llamado de allá- su voz estaba más tranquila.
-Disculpame, no fue mi intención sobresaltarte...- Esteban dudó entre continuar la conversación o cortar. Había escuchado unos pasos cerca de la puerta de su departamento. Después recordó que el día anterior se había ocupado el monoambiente de al lado.
-No hay problema...Silvina miró por la ventana, y vio que Juan estaba estacionando su auto.- Llegó mi novio. Hablemos rápido. Ya sabés cómo es.
-Necesito verte cuanto antes. ¿ Seguís sin trabajo? Tengo una propuesta para hacerte- la voz de Esteban se fue perdiendo en ruidos de la línea telefónica.
-Hace tanto que busco empleo...Cualquier posibilidad es bienvenida ¿ Mañana al mediodía en el bar de ocho? ¿Te parece?
-Hecho. Nos vemos.
Juan entró a la casa de Silvina justo en el momento en que colgaba el auricular.
Se acercó. La besó.
-¿ Con quién hablabas?- preguntó con una simulada indiferencia.
-Alejandra. Quiere que me sume a un proyecto de corrección de informes. Nada importante, pero al menos me pagarán- Silvina se dirigió a la cocina para servir la cena.
-Nunca vas a progresar si seguís haciendo esa clase de trabajos- Juan hizo una mueca burlona y desencantada a la vez.
Silvina no respondió. Puso en la mesa dos platos con carne y zanahorias. Sacó una botella de agua mineral. Comieron sin hablar demasiado.
-Esteban cada vez está peor- las palabras fueron arrojadas sobre la mesa como si fueran proyectiles- Todos los domingos lo mismo. Tengo que conseguir las notas con otros colegas. No sé para qué va al partido.
Silvina lo miró fijo buscando la explicación del caso.
-Escribe bien las crónicas. Es verdad- Juan estaba en la etapa de reflexión y misericordia hacia un ex compañero de la facultad- Pero ¿ es tan imposible hacer dos preguntas a uno o dos tipos?
Silvina hizo una expresión de ignorar la respuesta.
-Debe ser complicado trabajar con alguien así. Cuando estudiaba con vos parecía que se llevaba el mundo por delante.
-Hasta que perdió el puesto en el diario. Nunca entendió que todos competíamos en pie de igualdad- Juan se calló de pronto.
Tenía una forma de ser muy particular. Pasaba horas en silencio perdido en una coordenada témporo - espacial ignota.
Era otoño. Caminar por la ciudad se convertía en una prueba de alto riesgo. El agua de lluvia acumulada en los pozos de las veredas, y las hojas muertas de los árboles eran obstáculos que se presentaban en el momento de trasladarse de un punto a otro. Silvina estaba estudiando para el examen final de filosofía de la comunicación. Deambulaba de una biblioteca a otra completando la infinita bibliografía prescripta por la cátedra.
-Ah, no. Ese autor lo encontrás en periodismo- la empleada se acomodó los anteojos sobre su nariz con un aire de tener todo bajo control.
Silvina partió al lugar indicado. Se sentía agobiada por no encontrar todo en un mismo sitio.
Al llegar a la facultad de periodismo se topó con un muchacho alto, un tanto desgarbado. Sus ojos azules se hundían en dos círculos violetas que rodeaban sus ojos.
-Juan Varela- se presentó.
-Silvina- respondió tímidamente al saludo.
-¿ Querés que te ayude? Acá podés estar horas sin encontrar lo que buscás. Todo está en otro estante.
Silvina aceptó con gusto el ofrecimiento. A partir de ese día se hicieron inseparables. Meses después conoció a Esteban, el del apellido raro como él se llamaba. El mejor amigo de Juan. Los dos estaban en el último año de periodismo.
-Letras. Siempre quise estudiar esa carrera- eran las pocas palabras de Esteban que recordaba Silvina del día en que fueron los tres al bar de calle ocho.

Tuesday, May 02, 2006

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-2-

Francisco Menédez cruzó a gran velocidad las calles de la ciudad en su Ford KA azul.
¿ Cómo le diría a Alberto Artigas “hemos fallado otra vez”? Tomó la ruta hacia la mansión de aquél. Las luces de los automóviles que venían de frente lo cegaban de a ratos. Iba dejando una estela de agua barrosa por donde pasaba. Tan pegajosa como su mente, y su alma. No soportaba a ese ser de baja estatura, con su célebre bastón en la mano siempre sonriendo irónicamente.

Francisco Menéndez con tantos años de fama y prestigio sentía que lo estaba perdiendo todo. No le importaba demasiado. Odiaba lo que hacía. Había llegado un momento en que aquello amado alguna vez se había convertido en suciedad.
Pasó tres semáforos. En el cuarto dobló a la izquierda y siguió por una calle escondida hasta la casa de su socio. No quedaba más que llamarlo así.
La lluvia caía muy fuerte y en gran cantidad. Se escuchaban los truenos. Apenas se detuvo frente al inmenso portón metálico hizo la señal con el control para que le abrieran. Se oyó un chirrido. Francisco ingresó el auto por la pendiente. Un empleado alto, extremadamente delgado se apresuró a guiar sus pasos cuando descendió del rodado.
-El señor lo está esperando- sin que ningún músculo de la cara se le moviera emitió estas palabra como un autómata.
Llegaron a la sala principal. Los pasos marcaban un ritmo militar. Los cortinados claros de los ventanales se arrastraban hasta la alfombra roja que se extendía por toda la casa. Caminaron varios metros por un pasillo con luz amarilla. Por fin llegaron al despacho de Alberto Artigas. Extrañamente la puerta no estaba cerrada. Allí en el fondo tras su escritorio estaba el avejentado hombre sentado con su bastón en la mano.
Francisco Menéndez lo saludó con un gesto de amargura.
-Fallamos- miró hacia el piso. Observó una mancha blanca bajo sus pies.
Alberto se levantó de su butaca, avanzó unos pasos.
-Cada vez peor. Sabrás qué hacer...No pienso seguir perdiendo dinero- hizo una mueca con su rostro, y dejó ver varias de sus piezas dentales doradas.
Francisco no respondió. Ya a esa altura de su vida las soluciones no las encontraba con frecuencia. Dio media vuelta, y cerró la puerta con fuerza.
Al dirigirse hacia su automóvil vio en un pasillo estrecho que daba a la entrada del garaje, los cuadros colgados sobre la pared encalada. Se detuvo unos minutos. En uno estaba él levantando la copa del mundo junto con todo el equipo, en otro cuando había sido campeón del Scudetto, un tercero lo mostraba celebrando el título del campeonato local.
-Curioso- pensó- en todas las fotografías estaba sea atrás, adelante, en un costado Alberto Artigas.
Era evidente...un producto rentable. Artigas el gran creador de Francisco Menéndez.
Apareció el empleado alto y extremadamente delgado. Le abrió el portón. El entrenador anduvo por las calles oscuras bajo una humedad insoportable. La noche parecía oprimirlo con sus sombras.
-La solución...la solución- repetía como si fuera un juego de palabras.
Se detuvo en un semáforo. Cerró por un instante los ojos.Faltaban pocos metros para llegar a su casa.Sólo deseaba dormir.

Sunday, April 30, 2006

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I. Una historia



"Surely," said I, "surely that is something at my window lattice:

Let me see, then, what thereat is, and this mystery explore,

Let my heart be still a moment and this mystery explore.

E. A. Poe



Esperaba en el pasillo iluminado por la tenue luz del atardecer que entraba por unos antiguos ventanucos. Se paseaba impaciente mientras intentaba adivinar cuándo se abriría la maciza puerta rojiza. Encendió un cigarrillo, observó cómo los jugadores hablaban con sus colegas.
Esteban sólo quería la palabra de Francisco Menéndez. Los minutos transcurrían y parecía adrede la demora. No se iría sin conseguir contactarse con él.
-¡Francisco, Francisco! Espere, por favor.
El hombre corpulento de unos sesenta años miró a Esteban con una mezcla de indiferencia y rechazo. Hizo un gesto hostil con sus manos, y salió rápidamente hacia la calle.
Esteban corrió tras el entrenador. No lo pudo detener. Miró su reloj, ya era bastante tarde. Salió del estadio. Comenzó a caminar sin un rumbo fijo. De pronto, se encontró frente a la puerta del diario donde trabajaba.
-¿Tanto tardás en hacer tres notas?- el saludo del jefe de redacción de la sección deportiva fue poco amable, como era habitual.
-Vos sabés, el trabajo en los vestuarios no es fácil. La gente se empuja, el lugar es estrecho. Todos quieren por distintos motivos acercarse a los jugadores...Fotos, autógrafos, declaraciones...
-Entonces...¿ Qué trajiste hoy?- la voz de Juan Varela sonó como una piedra arrojada al asfalto.
Esteban no respondió. Se sacó el sobretodo y encendió su computadora. Escribir crónicas sobre fútbol no era lo que deseaba, pero le daba de comer.
Sin dirigir palabra hacia su jefe comenzó la aburrida nota de otro partido de domingo. La figura de Francisco Menéndez cada tanto se le aparecía como un espectro que vigilaba cada uno de sus pasos.
-Todas las fechas lo mismo. Tengo que llamar a otros medios para que nos cedan sus entrevistas- la voz de Juan resonó como si estuvieran en una caverna.
Esteban miró el reloj colgado de la vieja pared con manchas de humedad. Hizo varios movimientos de cabeza, estiró sus brazos y encendió su disc man. Sólo podía percibir que Juan hablaba por sus gestos exagerados.
A Juan Varela lo había conocido en el curso de ingreso de la facultad de periodismo. Fueron buenos compañeros durante toda la carrera. Unos cuantos exámenes juntos habían marcado una amistad quebrada por la lucha del lado de afuera. Juan había preferido su puesto en el diario a esa relación entrañable, que había querido compensar contratándolo como cronista en los vestuarios.
Esteban levantó su vista y observó a Juan.