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La Gruta de Olimpia

Novela on line de una escritora argentina

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Thursday, March 27, 2008

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-22-

Pasaron muchas horas hasta que Esteban y Francisco Menéndez se detuvieron en un restaurante a la vera del camino. No era un lugar muy atractivo para almorzar. Las paredes descascaradas con manchones de humedad simulaban ser un mapa de un planeta que se asemejaba a la tierra.
Del techo de madera gastada pendía una pequeña lámpara que servía para alumbrar estrictamente el círculo que cubría la mesa.
Francisco Menéndez ordenó carne asada para los dos. Hubo varios periodos de silencio. Esteban sentía que no debía hablar demás. Temía el enojo, tal vez un repentino cambio de planes del entrenador que terminarían con su ansiedad por conocer la verdad.
-No hay una verdad absoluta- las palabras de Francisco Menéndez se introdujeron con violencia en los oídos de Esteban.
- No entiendo…usted me dijo que en la “Gruta de Olimpia” me contaría todo.
-Paciencia…hoy no podremos llegar a ese lugar- Francisco Menéndez extrajo de su bolsillo un diminuto teléfono móvil- “El camino al casco de la estancia está anegado. Imposible acceder”- El entrenador leyó dos veces con lentitud el mensaje de texto del casero de la “Gruta”.
- Esperemos hasta mañana. Nos podemos alojar en algún hotel de Las Flores- Esteban se mostraba al borde de la desesperación. Presentía que el fin de su aventura estaba cerca.
Francisco Menéndez lo miró con sorpresa y con un dejo de rabia. No respondió ante la insistencia de su acompañante. Extrajo dinero. Lo dejó sobre la mesa, y se dirigió a su automóvil.
Eran las diez de la noche cuando Esteban estuvo de regreso en su casa. Peor no podía haber sido la despedida con el entrenador. Un portazo de Esteban al descender del Ford K azul marcaba la conclusión de una relación que apenas había durado unas horas.
Sonó el teléfono. Esteban no sabía si estirar el brazo desde el sillón donde se encontraba para atender. Se sentía destruido. Sólo deseaba estar muy lejos de Buenos Aires. El timbre del teléfono no cesaba.
-¡Hola, Esteban! Soy Silvina- el muchacho experimentó una mezcla de alivio y enojo.
-¿A dónde te habías metido? Te estuve buscando por las notas en los vestuarios. Juan estaba enfurecido conmigo.
-Murió mamá, en Uruguay…Necesito verte urgente…es por unas cartas…
- Bueno, lo siento…no sé qué decir-Esteban se avergonzó por su reproche, pero por otra parte la curiosidad no lo dejaba expandir demasiado su sentimiento -¿Cartas?
-Esteban- la voz de Silvina tenía un matiz de angustia- tengo una veintena de cartas escritas por Francisco Menéndez a mi madre.
Esteban colgó. Se puso un abrigo liviano, y salió lo más rápido que pudo. Silvina lo esperaba en su casa.

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Sunday, March 23, 2008

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-21-

Las calles empedradas de Colonia tenían el aspecto de un pueblo costero. Los colores blancos, rosados, verdes, azules, y rojos completaban un paisaje que a Silvina le traían cierta melancolía. Recuerdos que no llegaban a ser demasiado claros.
Silvina caminaba sin ir a ningún lugar. Atardecía y las luces amarillentas de los bares comenzaban a encenderse. Todo tomaba un aspecto irreal. En su mente se mezclaban trozos de imágenes. Las vecinas ancianas llorando alrededor del féretro de su madre. El olor de las flores que por momentos la asfixiaba con el intenso calor que despedían las numerosas velas encendidas. El ruido de los tambores que tanto le habían gustado en vida a Irene…las guirnaldas chillonas que rodeaban su cuello tan duro y blanco como el mármol.
Silvina caminaba y caminaba. De pronto, el rostro de Mauro Arana surgió de la noche espesa de sus pensamientos… los ojos que la habían mirado desde la luneta del automóvil conducido por Lucas Newman. Pero, sobre todo, los ojos la perseguían, llegaban a provocarle un dolor de cabeza insoportable.
La muchacha agotada por la presencia insistente de Mauro Arana entró en un café. Se ubicó con ímpetu en una mesa próxima a un televisor viejo.
-No hay rastros del jugador Mauro Arana. La policía sólo encontró un mechón de pelo cerca del estadio donde estuvo por última vez…-la voz del locutor del noticiero televisivo continuaba. Sin embargo, Silvina ya no escuchaba.
-¡Señorita! ¡señorita!- el camarero hacía más de cinco minutos que intentaba comunicarse con la muchacha-
-¡Ah!...sí…disculpe- Silvina parecía volver de un sueño-
-¿Desea que le sirva algo?
-Un café…solo un café.
Los ojos, los ojos de Mauro Arana…el cabello negro…su voz…el error de haber enfrentado su mirada.
Silvina salió a la calle, y no pudo más que llorar apoyada en una antigua esquina colonial.
Mauro y su madre se transformaban uno en otro de manera continua en su mente.
Fue el momento que decidió volver a Buenos Aires. Ella misma buscaría a Mauro.

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