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La Gruta de Olimpia

Novela on line de una escritora argentina

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Thursday, September 25, 2008

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Capítulo - 23




No sabía si escribir o no la verdad. Aunque Francisco Menéndez lo había amenazado, Esteban dudaba de lo que estaba haciendo. ¿Por qué no contar todo? ¿Por qué sus lectores no podían compartir sus descubrimientos?

Esteban se sentó en su escritorio y comenzó a deslizar sus dedos sobre el teclado de su computadora portátil.

Francisco Menéndez y yo fuimos a la “Gruta de Olimpia”. No es cierto que el casero le había enviado un mensaje al entrenador.

Llegamos por la tarde. Cruzamos una tranquera y el Ford K azul lentamente recorrió, casi con pereza, el camino bordeado por antiguos álamos. El olor a pasto húmedo se introducía por todos los resquicios. Tuve una sensación de bienestar…extraño…Menéndez no era una compañía agradable. Cerré los ojos para que mis otros sentidos se volvieran más perceptivos. De pronto, noté en mis manos la sensación de algo sedoso. Acerqué el objeto a mi rostro. Tenía un aroma que conocía, pero no pude definirlo.

Decidí, entonces, mirar qué había tomado. Con sorpresa y un poco de repugnancia comprobé que eran los mechones de cabello que había encontrada al salir desde Buenos Aires.

En ese momento, Francisco Menéndez se dio cuenta de la situación y me dijo…me dijo…me dijo… Esteban se detuvo. No podía seguir escribiendo. ¿Cómo contarlo? No es lo mismo escucharlo que verlo plasmado en un espacio. ¿Debería o no continuar? Era horroroso. No podía tomar distancia de lo que el entrenador, con una tranquilidad admirable, le había explicado.

Esteban decidió dejar de escribir. Sólo publicaría en su blog parte de la verdad. Pero, de nuevo, aparecieron las dudas…fantasmas sin descanso…¿Por qué no todo?


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Thursday, March 27, 2008

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-22-

Pasaron muchas horas hasta que Esteban y Francisco Menéndez se detuvieron en un restaurante a la vera del camino. No era un lugar muy atractivo para almorzar. Las paredes descascaradas con manchones de humedad simulaban ser un mapa de un planeta que se asemejaba a la tierra.
Del techo de madera gastada pendía una pequeña lámpara que servía para alumbrar estrictamente el círculo que cubría la mesa.
Francisco Menéndez ordenó carne asada para los dos. Hubo varios periodos de silencio. Esteban sentía que no debía hablar demás. Temía el enojo, tal vez un repentino cambio de planes del entrenador que terminarían con su ansiedad por conocer la verdad.
-No hay una verdad absoluta- las palabras de Francisco Menéndez se introdujeron con violencia en los oídos de Esteban.
- No entiendo…usted me dijo que en la “Gruta de Olimpia” me contaría todo.
-Paciencia…hoy no podremos llegar a ese lugar- Francisco Menéndez extrajo de su bolsillo un diminuto teléfono móvil- “El camino al casco de la estancia está anegado. Imposible acceder”- El entrenador leyó dos veces con lentitud el mensaje de texto del casero de la “Gruta”.
- Esperemos hasta mañana. Nos podemos alojar en algún hotel de Las Flores- Esteban se mostraba al borde de la desesperación. Presentía que el fin de su aventura estaba cerca.
Francisco Menéndez lo miró con sorpresa y con un dejo de rabia. No respondió ante la insistencia de su acompañante. Extrajo dinero. Lo dejó sobre la mesa, y se dirigió a su automóvil.
Eran las diez de la noche cuando Esteban estuvo de regreso en su casa. Peor no podía haber sido la despedida con el entrenador. Un portazo de Esteban al descender del Ford K azul marcaba la conclusión de una relación que apenas había durado unas horas.
Sonó el teléfono. Esteban no sabía si estirar el brazo desde el sillón donde se encontraba para atender. Se sentía destruido. Sólo deseaba estar muy lejos de Buenos Aires. El timbre del teléfono no cesaba.
-¡Hola, Esteban! Soy Silvina- el muchacho experimentó una mezcla de alivio y enojo.
-¿A dónde te habías metido? Te estuve buscando por las notas en los vestuarios. Juan estaba enfurecido conmigo.
-Murió mamá, en Uruguay…Necesito verte urgente…es por unas cartas…
- Bueno, lo siento…no sé qué decir-Esteban se avergonzó por su reproche, pero por otra parte la curiosidad no lo dejaba expandir demasiado su sentimiento -¿Cartas?
-Esteban- la voz de Silvina tenía un matiz de angustia- tengo una veintena de cartas escritas por Francisco Menéndez a mi madre.
Esteban colgó. Se puso un abrigo liviano, y salió lo más rápido que pudo. Silvina lo esperaba en su casa.

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Sunday, March 23, 2008

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-21-

Las calles empedradas de Colonia tenían el aspecto de un pueblo costero. Los colores blancos, rosados, verdes, azules, y rojos completaban un paisaje que a Silvina le traían cierta melancolía. Recuerdos que no llegaban a ser demasiado claros.
Silvina caminaba sin ir a ningún lugar. Atardecía y las luces amarillentas de los bares comenzaban a encenderse. Todo tomaba un aspecto irreal. En su mente se mezclaban trozos de imágenes. Las vecinas ancianas llorando alrededor del féretro de su madre. El olor de las flores que por momentos la asfixiaba con el intenso calor que despedían las numerosas velas encendidas. El ruido de los tambores que tanto le habían gustado en vida a Irene…las guirnaldas chillonas que rodeaban su cuello tan duro y blanco como el mármol.
Silvina caminaba y caminaba. De pronto, el rostro de Mauro Arana surgió de la noche espesa de sus pensamientos… los ojos que la habían mirado desde la luneta del automóvil conducido por Lucas Newman. Pero, sobre todo, los ojos la perseguían, llegaban a provocarle un dolor de cabeza insoportable.
La muchacha agotada por la presencia insistente de Mauro Arana entró en un café. Se ubicó con ímpetu en una mesa próxima a un televisor viejo.
-No hay rastros del jugador Mauro Arana. La policía sólo encontró un mechón de pelo cerca del estadio donde estuvo por última vez…-la voz del locutor del noticiero televisivo continuaba. Sin embargo, Silvina ya no escuchaba.
-¡Señorita! ¡señorita!- el camarero hacía más de cinco minutos que intentaba comunicarse con la muchacha-
-¡Ah!...sí…disculpe- Silvina parecía volver de un sueño-
-¿Desea que le sirva algo?
-Un café…solo un café.
Los ojos, los ojos de Mauro Arana…el cabello negro…su voz…el error de haber enfrentado su mirada.
Silvina salió a la calle, y no pudo más que llorar apoyada en una antigua esquina colonial.
Mauro y su madre se transformaban uno en otro de manera continua en su mente.
Fue el momento que decidió volver a Buenos Aires. Ella misma buscaría a Mauro.

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Thursday, March 20, 2008

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-20-

Silvina había desaparecido. Esteban había dejado varios mensajes en el contestador del teléfono. Juan necesitaba urgente las notas de los vestuarios.
Esteban decidió ir a la casa de Silvina. Tocó el timbre de manera insistente. La noche avanzaba, y no obtenía respuesta. El muchacho pasó de un estado de nerviosismo a uno de temor. Comenzó a imaginar un grave accidente, un incidente con algún sujeto violento, típico del fútbol. Él era el responsable de que su amiga asistiera a un lugar tan arriesgado. Extrajo una radio diminuta del bolsillo derecho de su camisa, la encendió. Parecía que todo estaba bajo los parámetros normales. Sólo se escuchaban la eternas discusiones de los periodistas deportivos sobre quién había sido la estrella, quién el gran culpable merecedor de los peores castigos de este mundo por haber fallado en la jugada del gol.
Esteban apagó el aparato. En ese instante, un ruido de motor captó su atención. Levantó la vista. Enfrente estaba el Ford KA azul que había visto un tiempo atrás `pasar por la casa de Silvina.
Después de reflexionar unos minutos, Esteban decidió acercarse. Para su sorpresa se encontró con Francisco Menéndez. Estaba sentado ante el volante del automóvil con las pupilas fijas en el asfalto.
Esteban golpeó tres veces la ventanilla. El entrenador despertó de pronto, lo observó, y le hizo una seña.
Un cuarto de hora más tarde, los dos tomaban la carretera hacia Azul. “La Gruta de Olimpia” los esperaba.
-¿Querés saber la verdad? ¿Estás dispuesto a ingresar al infierno?- las palabras de Francisco Menéndez permanecieron muchos años después en la mente de Esteban.
- Si fuera necesario vendería mi alma para llegar al fondo, al centro- el muchacho se mostró ansioso, y decidido. Mientras terminaba esta frase, percibió que en su asiento había un mechón de pelo oscuro. Sacudió sus dedos para deshacerse de los restos de cabello. Sin embargo, prefirió no preguntar de qué se trataba. Después de todo, estaba cerca de develar el misterio.

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Monday, January 29, 2007

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-19-

Llegabas demasiado temprano. No encontrabas razón para detenerte en el camino a los vestuarios. Era necesario mantener la discreción. Hablabas poco. No sabías nunca si estabas bien o mal ubicada. Las palabras te sonaban extrañas. La incomodidad de estar en el lugar donde no deberías. La sensación de pertenecer a algo que no habías elegido. Algo que te atraía más que nada en el mundo, el centro de la tierra, el infierno. El calor era insoportable. Repasabas una y otra vez los pasos del procedimiento.

-¡Hola! ¡Silvina!- una voz chillona retumbó en tu cabeza.- ¿Partido complicado, no?

-Sí, claro- tu respuesta era un tanto dudosa. Observabas con curiosidad la vestimenta de la rubia oxigenada, inventada, creada. Piel morena, y no por el sol. Pantalones vaqueros dos números menores de su talla. Camisa sin mangas. Los labios sangrantes del rojo artificial, y una altura producto de plataformas.

-Tendríamos que hacerle una nota a Germán Ledesma. Yo sabía que iba a hacer un gol...- la rubia seguía desplegando su discurso de periódico deportivo, pero vos ya no la escuchabas.

La puerta se abriría, saldría en pocos minutos Mauro Arana, lo abordarías, las preguntas no menos de cuatro, no más de cinco, el teléfono celular, la tecla indicada. Sólo era cuestión de un breve período de tiempo. Sólo era cuestión de recordar las instrucciones. Sólo era cuestión de...

-¡Mauro!- gritaste con todas tus fuerzas. El ruido de los vestuarios crecía con la salida de los jugadores. Autógrafos, fotos, abrazos... todos querían todo.

Mauro te miró de reojo. Saludó a un grupo de muchachos que exhibían con orgullo grandes tatuajes en sus brazos musculosos. De pronto, Mauro dio un breve giro. Había decidido abrir el diálogo con vos.

Sí, la verdad es que nosotros sabíamos que era difícil, pero nunca bajamos los brazos... la piedad es un sentimiento que hace débiles a los poderosos, y poderosos a los débiles.

Te sonreía, sus ojos se iluminaban cuando terminaba las frases. Te sonreía, y...¿cómo podrías apretar la tecla? ¿Cómo continuar con lo pactado? Era una estrategia de la víctima, quería sobornarte.

Siempre fuimos optimistas. Creímos en nosotros. No deberías experimentar ningún afecto. Era otra debilidad. No caerías en la flaqueza de su seducción. Nada más perverso que el pedido de misericordia de la víctima.

Por suerte se nos dio. Faltaba poco. Buscabas en tu bolsillo el teléfono celular. La tecla *, apretarla sobre el final de la nota. Ni un momento antes, ni uno después.

Estoy ilusionado. Pensabas qué pasaría si escaparas, si le dijeses a Mauro ¡huyamos! No, no eras así. Sabías que más importante era servir a la ciencia. Otra vez te invadían y querían vencerte los sentimientos de conmiseración, piedad, misericordia. Inventos de una sociedad manejada por seres inferiores.

Corridas, gente con pánico, la policía con sus perros hambrientos de llegar al foco del conflicto.

-¡Salgamos! ¡Vamos!- pudiste ver a la rubia con una expresión de terror en su rostro, sin sus plataformas, empujada por una multitud hacia la puerta trasera de los vestuarios.

Habías apretado la tecla *. Un enfrentamiento entre hinchadas se había desatado. El plan estaba saliendo a la perfección.

Mauro Arana había podido arribar a la puerta principal segundos antes de los desmanes. Seguías con una distancia suficiente sus pasos. Nadie quedaba en el playón de estacionamiento. Viste de lejos que Mauro Arana saludaba a Lucas Newman, el chofer de Alberto Artigas. Viste de lejos cómo después de un forcejeo Mauro fue introducido en el automóvil conducido por Lucas. Te acercaste. No había testigos. Por la luneta, los ojos de Mauro te suplicaron piedad. Pero la ciencia no sabe de afectos. Mauro Arana tu virtud, ser el jugador de fútbol más veloz, te hizo un elegido para la condena. Habías vencido, ya no eras la misma. Mientras regresabas a tu casa tarareaste la canción que sonaba con insistencia en las radios:

Estabas en aquel pueblo lejano,

extranjera de ciudad te miraba

el ángel sin alas, te señalaba

con naipes para jugar una mano.

A la medianoche hacía su entrada

el campeón del fútbol exclusivo

Vos la partida tenías ganada.


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Sunday, September 17, 2006

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Capítulo -18 -

La primera vez que había visitado la Gruta de Olimpia se había visto envuelto en una atmósfera de nostalgia. La gran casona que estaba ubicado en el medio de una arboleda tenía el aspecto de haber sido lujosa en otros tiempos. Era una casa de dos pisos con las paredes exteriores revestidas de enredaderas. Estaban algo húmedas, y el gris era el color por excelencia de los grandes bloques de la construcción.
La vegetación era espesa, pero estaba prolijamente cuidada por un jardinero al que no le supo calcular la edad. Era un hombre alto, corpulento, de piel cobriza. Se expresión de seriedad, y dedicación lo hacían algo misterioso.
El parque que rodeaba el solar estaba plagado de árboles de distintas especies, y matizado con varias clases de rosales. Hacia el este del casco, al salir por una tranquera se encontraba un arroyo bordeado de sauces.
Llegaron en el Ford Falcon amarillo después de cinco largas horas de viaje. Estacionaron el automóvil frente a una escalinata rodeada de violetas. Una mucama vestida con pulcritud los atendió. Tenía una cofia en la cabeza que era demasiado grande. Seguramente la había heredado de una empleada anterior. Los hizo sentar en unos sillones antiguos, pero muy bien cuidados. Estaban cubiertos con finas telas celestes y rosadas. Había una estufa hogar que por ser verano no estaba encendida. El salón estaba rodeado por bibliotecas abarrotadas de libros. Revistas francesas, inglesas y alemanas sobre una mesa de vidrio claro completaban la decoración del lugar.
Esperaron una hora. Conversaban en voz baja, casi como en secreto. Quizás el salón invitaba a un tono intimista. Ese día no había percibido la escalera imponente de roble que conducía hacia el piso superior.
La mucama apareció por una puerta que se encontraba en el fondo de la habitación con una bandeja donde traía dos tazas de té.
-Buenas tardes- una voz gruesa salida de la oscuridad con acento extranjero, sin dudas era un castellano aprendido, los saludó.
-Alberto Artigas- el hombre bajo le extendió la mano a un individuo vestido con un guardapolvo blanco. Su mirada era profunda, que se acentuaba con el fuerte azul de sus ojos- Él es Francisco Menéndez – señaló con timidez a su compañero de viaje.
-Así que ustedes son los expertos de que me habló Díaz Vásquez- Disculpen, no me presenté...José Menger...el doctor José Menger.
Francisco Menéndez no supo hasta tiempo después que estaba sólo en el comienzo de su infierno.




Thursday, August 24, 2006

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Capítulo -17-


Esa noche Juan Varela había ido a reportar el informe quincenal sobre las actividades de Esteban. Alberto Artigas estaba algo nervioso en su despacho con la puerta extrañamente entreabierta. Juan entró, entregó la carpeta con la información requerida, y antes de marcharse observó que sobre la alfombra roja del escritorio había una mancha blanca. En el lugar había un aroma que le resultó entre familiar y desagradable.
Cuando caminaba hacia la salida, en uno de los largos corredores con pesados cortinados de terciopelo claro se cruzó con Francisco Menéndez, quien iba tan ensimismado que no percibió su presencia. Afuera llovía. Juan caminó bajo el agua hasta la carretera más cercano, y se subió a un taxi. Llegó a la redacción de El Informante antes que Esteban. Encendió un cigarrillo. El humo gris y denso le penetraba por el orificio de su boca. Hubiera querido que fuera veneno y no nicotina.

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