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La Gruta de Olimpia

Novela on line de una escritora argentina

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Wednesday, June 07, 2006

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Capítulo -9-

Juan Varela miró a su alrededor, y no encontró más que rostros desconocidos. Decidió beber otro café. Sólo faltaban veinte minutos para entrar a la redacción de “ El Informante”. La mayoría de sus compañeros hacía bastante tiempo que concurrían al bar de calle ocho. Pero él se sentía mejor en el antiguo café San Martín. Hombres conboinas, cabellos blancos, y manos surcadas de arrugas. Sus miradas cansadas parecían no esperar nada más allá de terminar sus vasos de ginebra.
Las mesas de madera desgastada, las luces tenues, y las paredes descascaradas le daban al lugar un aire de nostalgia.
No soportaba las pantallas, la música permanente, estridente, los ventanales y reflectores indiscretos del bar de calle ocho. Le gustaba la penumbra, con ese aroma mezclado de humedad, café y alcohol. Juan Varela extrajo de su bolsillo unos papeles amarillos. Buscó con cierto nerviosismo el teléfono de Alfredo, un amigo de años. Se visitaban poco. No se veían desde que habían finalizado el programa deportivo en una radio local. Encendió su teléfono celular. Dudó unos minutos. Llamó. No obtuvo respuesta. Intentó sin éxito dos o tres veces más. Alfredo siempre soñaba con realizar grandes proyectos, aunque no lograba demasiado en su profesión. Había emprendido con Esteban y él la aventura de tener su programa deportivo. No fue todo tan mal. En el comienzo, parecía fácil hacer notas en vestuarios, recopilar información. La relación entre los tres era aceptable. Pero, después de la noche de la fiesta en lo del doctor Ezequiel Díaz Vásquez nada había vuelto a ser igual. La densa nube de humo, el vino que había sobrado, la sensación de estar en el lugar preciso en el momento indicado. La estupidez de una juventud deseosa de ganar el mundo, ya, ahora. La madrugada, el sueño que hacía percibir los movimientos de los otros y los propios con una cierta lentitud. Sólo habían sido dos noches en su vida. Suficiente para haber cambiado el curso de su destino. La última vez que los tres trabajaron de mozos en la cena de Alberto Artigas, Juan había bebido más de la cuenta después que habían concluido con la limpieza del salón de la mansión del reconocido doctor. Cuando buscó a Esteban, no pudo encontrarlo. Recordaba que había salido, y el frío de la noche de junio lo había despertado de su sopor. Volvió a ingresar en la casa, para preguntar por su amigo. Alfredo estaba sentado frente a una estufa hogar, y cada tanto alimentaba el fuego. Juan tuvo la impresión de que aquél se movía con una naturalidad inusitada. No entendía la familiaridad de un mozo contratado, con esa casa. Juan se acercó al sillón que le daba la espalda. -¿ Esteban? ¿ No sabés dónde está?- miró con curiosidad la expresión de Alfredo. -Se fue. Hace un par de horas- hizo un gesto de desdén. -¿ Y...vos?- la voz de Juan sonó dudosa, y con temor. -Te estaba esperando. Alguien quiere tener una conversación con nosotros- sonrió con la confianza de un vendedor profesional. Recorrieron largos pasillos, subieron una escalera interminable, las alfombras, los muebles todo daba la impresión de un lujo exagerado, repugnante. Doblaron por un corredor poco iluminado, donde las sombras se proyectaban como copias gigantes de su miserable humanidad. Alfredo dio dos golpes secos en una gran puerta blanca, que no demoró en abrirse. En el fondo de una habitación de techos altos, cortinados pesados de terciopelo rojo, se hundía detrás de su escritorio un hombre de escasa estatura, un tanto avejentado. Estaban en presencia de Alberto Artigas.